En cierta tribu africana había un Oba que se llamaba Echu Okuboro. Con su mujer, Agñagui, tuvo un hijo al que llamaron Elegguá. Creció el muchacho y, como Obaloye que era, le nombraron su correspondiente séquito.
Un día Elegguá salió a pasear y al llegar
a un cruce de cuatro caminos paró de repente el caballo. Los guardias, sin
saber la causa, se pararon también. Unos segundos después, Elegguá se desmontó
y dio unos pasos, se detuvo y repitió toda la operación tres veces, hasta
llegar al lugar donde vio aquello que lo hizo detenerse. Era sólo una luz, o
más bien dos ojos relumbrantes que estaban en el suelo. Fue un asombro para su
séquito, pues cuando llegaron al lugar vieron que Elegguá se agachó y cogió un
coco seco.